21 may 2009

Xenofobia y racismo: Europa, del bochorno a la ruindad.

El presidente más ridículo, más cateto, más zafio y más lerdo que ha tenido Italia, logró que el Parlamento de su país aprobase unas leyes que convierten en delincuentes a quienes allí arriban.

Hace sólo unos días, el presidente más ridículo, más cateto, más zafio y más lerdo que ha tenido la República Italiana, logró que el Parlamento de su país –o lo que sea- aprobase unas leyes que convierten en delincuentes a quienes allí arriban desde el extranjero sin tener dinero, o sea a los pobres; que permiten la creación de patrullas ciudadanas para imponer el orden tal como gusta a la “buena gente” y que limitan de modo arbitrario los derechos de los inmigrantes regularizados que hacen los trabajos más penosos y sin los cuales la sociedad italiana en particular y la europea en general no podría subsistir.

Italia, que duda cabe, es uno de los países que más ha contribuido a la creación del acerbo cultural mundial. No tiene sentido alguno nombrar ahora a la inmensa pléyade de pintores, escritores, arquitectos, políticos, filósofos, científicos y humanistas que desde esa tierra contribuyeron a sacar al hombre del oscurantismo, la tristeza y el temor divino, atribuyéndole la posibilidad de ser feliz en esta vida, que es la única que tenemos. Sin embargo, desde hace algún tiempo Italia está encabezando una vuelta al pasado como la que en su tiempo lideró Benito Mussolini, aquel vehemente activista socialista que terminó por fundar el fascimo y aniquilar a sus camaradas de “viejas y trasnochadas luchas obreras”. Silvio Berlusconi, uno de los hombres más ricos y más palurdos del mundo, es el nuevo duce, el nuevo conducator que ha descubierto en la barbarie la forma más moderna y efectiva de llevar las cosas públicas y privadas de un país que agoniza después de siglos de dar al mundo una parte sustancial de sus mejores frutos. Las leyes aprobadas por el Parlamento italiano –que provienen de sugerencias hechas por sus socios de la Liga Norte y del Partido fascista, algunas tan humanitarias como aquellas que proponían hundir en alta mar a cualquier barco con emigrantes a bordo- son una auténtica vuelta al pasado más reaccionario de una Europa que parece verlas con complacencia, pues no es otra cosa el silencio de las instituciones que rigen la Unión europea, de los gobiernos que la componen y de los ciudadanos que forman parte de cada Estado.

Aquí no existe la xenofobia, nadie es racista, pero cada día se invierte más dinero en luchar contra la emigración, cada día se levantan nuevos muros, cada día se publican más artículos criminalizando a los inmigrantes, cada día son más quienes, como ocurría otrora con los judíos, los masones o los comunistas, culpan a los que han venido de la pobreza que nosotros mismos creamos a conciencia, de los males que nos afligen que, con ser muchos, no son ni la diezmillonésima parte de los que les afligen a ellos. Pues bien, quede bien claro que ahora mismo Italia –Europa en general- no podría subsistir sin los millones de inmigrantes que cuidan de nuestros viejos y de nuestros hijos, que limpian nuestras calles y nuestros retretes, que trabajan en condiciones infrahumanas en todos aquellos lugares a los que los europeos dejaron de acercarse al calor de una riqueza material que en ningún país ha ido acompañada de un enriquecimiento paralelo en lo referente a la cultura, el humanismo y la solidaridad. El europeo rico, el europeo aburguesado de nuevo cuño, desprecia cuanto desconoce, desconociéndolo casi todo, incluso al pequeño burgués del siglo XIX que, en muchos casos, tenía una ética y una moral progresiva, que soñaba con un mundo más justo para todos, con una casita y el tiempo libre suficiente para leer un buen libro y catar un buen vino, mira sólo a su ombligo y estigmatiza a quienes creen que han invadido su casa y pretenden quedarse con ella imponiéndole modos de vida ajenos, cuando es el europeo con pedigrí -¿los hay?- quien se ha autoimpuesto un esquema vital, una ideología reaccionaria y un modo de vida egoísta opuesto radicalmente a lo mejor de su tradición. No, queridos amigos, el enemigo no viene de fuera, el enemigo está dentro y es el mismo de siempre, el que no aceptó la democracia más que cuando se la impusieron a la fuerza, el que veía a los trabajadores como enemigos a batir, el que creía en la iglesia, cualquiera de ellas, como su mejor aliado, el que veía cualquier cambio, por tímido que fuese, como un atentado directo a sus intereses y a su bienestar, el indiferente, el belicista, el excluidor, el que cree pertenecer a un club selecto al que sólo se entra si se tiene un determinado diámetro de panza, el que aburre a los muertos con su plática senil, el que, agazapado, está destruyendo poco a poco los logros políticos, económicos, sociales y culturales de siglos sin el más mínimo rubor.

Europa no es propiedad de nadie, ni tan siquiera de sus habitantes nativos. Es un trozo de tierra como los demás en el que se vive mejor que en el resto del mundo gracias, entre otras cosas, a los inmigrantes y a que llevamos siglos esquilmando y desangrando a sus países de origen. Europa no tiene ningún derecho a poner límites a la libre circulación de personas, sí a la de capitales; Europa no tiene nada que temer de quien viene de fuera y si mucho que esperar, que pagar y que agradecer, pues es una sociedad envejecida que necesita sabia nueva para seguir funcionando, para reinventarse y poder sobrevivir a los desafíos que el futuro nos depara. No quiere decir eso que el viejo continente tenga que someterse a culturas y costumbres que le son ajenas como la ablación del clítoris, la obligación de llevar velo, el machismo, la lapidación, la pena de muerte o los condicionantes religiosos ultramontanos, condicionantes que por cierto están cada vez más vivos entre nosotros y no por causa de Mahoma sino de la Santa Iglesia Católica, apostólica y romana: No hay más que ver el seguimiento que los medios de comunicación de masas hacen de las declaraciones trogloditas del jefe del Estado vaticano o de sus viajes por el mundo.

Sin embargo, algo ha cambiado desde que desapareció la Unión Soviética y los países árabes de su órbita quedaron a merced del nuevo y único emperador, desde que se le dio a Israel licencia para matar a placer, desde que los Bush y su corte decidieron machacar países como Irak –que llegó a ser el primer Estado laico del mundo árabe-, desde que las potencias “democráticas” adoradoras de “la mano invisible que mueve el mercado” decidieron apoyar incondicionalmente a los jeques medievales y eliminar a quienes ya no los tenían y habían optado por modelos de desarrollo occidentalizados. Desde entonces, la sangre corre por toda la geografía árabe e islámica sin dejar a sus pueblos más esperanza que la que Alá y Mahoma, que es su profeta, les promete para el día de mañana, para ese día que sucede al último suspiro. El mundo islámico se ha cerrado sobre sí mismo, se ha enclaustrado, aislado, tanto allí como aquí. Ahora, muchos de ellos pitan la Marsellella –el himno que fue símbolo de la libertad de todos- tras un partido de fútbol, rechazan la libertad de palabra, la libertad de vestir, la libertad de mezclarse, creyendo que con eso cumplen con los preceptos divinos, se aseguran un lugar en el Paraíso y preservan sus señas de identidad de quienes han intentado eliminarlos física, espiritual y culturalmente. Esto es un hecho y no vale la pena discutirlo por evidente: Ningún perro, por dócil que sea soporta que todos los días le rompan un palo de avellano en el lomo, aunque puede ser que los europeos de la vieja Europa hayan doblado las rodillas sin necesidad de palo alguno, rindiéndose a la demagogia y a las ideologías populistas más retardatarias.

Ante esta situación, Europa no puede hacer lo mismo, aunque sea por puro egoísmo, por afán de supervivencia: Necesitamos a los inmigrantes, tenemos una deuda impagable con ellos. Su única salida es un rearme ético de envergadura y rechazar las prédicas de los augures del apocalipsis. Europa debe retomar su tradición democrática, liberadora, utópica, lo mejor de sí misma y ofrecerlo a quienes aquí nacieron y a quienes aquí vinieron. Para lo demás, para las vueltas al pasado, para la restricción de libertades y derechos, para los que piensan como Berlusconi o como el Ayatolá Jomeini, está la Ley Democrática, esa que hizo de Europa un ejemplo para el mundo y que debe ser inexorablemente respetada por todos.

Extraido de KaosenlaRed